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La confrontación de las izquierdas sobre las causas de la invasión rusa de Ucrania

Imperio ruso en 1867. Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Imperio_Ruso.PNG

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Después de dos años la guerra de Ucrania se ha cobrado la vida de varios centenares de miles de combatientes ucranianos y rusos. Está aniquilando vastos espacios naturales incluyendo la fauna que los habita. Sigue arrasando y contaminando decenas de miles de hectáreas de cultivo, y destruyendo toda clase de bienes, industrias e infraestructuras de transportes y comunicaciones.

No obstante, su poder destructivo no se limita a los seres vivos, al territorio y todo lo que sobre él se ha construido. También está minando los consensos (que nunca fueron absolutos) entre quienes se han autodenominado “aliados” de Kiev. Los gobernantes de Francia, de los Estados bálticos y, en parte, de Polonia están especulando con una implicación directa de sus ejércitos en el conflicto, lo que sin duda significaría una nueva guerra mundial. Pero los dirigentes alemanes, británicos e incluso los estadounidenses han rechazado rotundamente esa posibilidad. Y, más allá, otros gobiernos, como el húngaro o el eslovaco, están reclamando sin tapujos el inicio urgente de negociaciones de paz. A lo que debe agregarse la amenaza lanzada por Donald Trump de negar la asistencia de la OTAN a los países miembros que no aumenten sus gastos militares si sufren un, por lo demás imposible, ataque ruso: ¿supondría eso el final de la Alianza Atlántica?

Igualmente la guerra de Ucrania ha provocado un desgarro entre las diversas corrientes a la izquierda de la socialdemocracia, muy perceptible en varias publicaciones en línea de ese ámbito político e ideológico. El debate se está centrando especialmente en el carácter imperialista de la agresión rusa contra Ucrania. En términos generales, se observan dos tendencias a la hora de explicar las razones de la Federación Rusa para invadir Ucrania en febrero de 2022. Unos, la mayoría, ponen el acento en el imperialismo intrínseco de los dirigentes rusos desde la Edad Moderna europea hasta la actualidad, incluyendo los soviéticos, como también sostienen los dirigentes y medios occidentales. Los otros hacen hincapié en la dinámica geopolítica, señalando la expansión de la OTAN hacia las misma fronteras rusas, sobre todo a partir del nuevo milenio, como la razón principal de la “operación militar especial”, coincidiendo parcialmente con los argumentos del propio Kremlin.

En el primer grupo se inscribe el artículo de Zbigniew Kowalewski, antiguo miembro del sindicato polaco Solidaridad, publicado por Viento Sur en julio de 2022. Rastrea en toda la historia rusa su naturaleza imperialista con bastante éxito. Pero concluye con poco acierto que la Federación Rusa sin Ucrania dejaría de ser un imperio euroasiático. Y es que Rusia es Europa con o sin Ucrania. Primero, porque la comunidad de geógrafos prefiere referirse a Eurasia en su conjunto, ya que no existen límites reales de ninguna clase que permitan distinguir ambos espacios continentales. Como mucho, se ha convenido (por otra parte de forma artificiosa) que los Urales podrían constituir esa “linde”, situados a 1.536 kilómetros al este de Moscú. Segundo, porque Rusia comparte fronteras con Noruega, Finlandia, las tres repúblicas bálticas y Bielorrusia, además de con Polonia a través del enclave de Kaliningrado. Tercero, porque su inmensidad es tal que, de ser un imperio, la “pérdida” de Ucrania no supondría un menoscabo significativo de su categoría como potencia territorial. Y cuarto, porque antes de la invasión (y en parte aún hoy) sus vínculos europeos le proporcionaban una notable riqueza por medio de sus exportaciones de recursos energéticos y de materias primas, y en forma de inversiones europeas en su estructura productiva.

Por su parte, el anarquista Wayne Price (en La Haine en marzo de 2022) reconoce que en la guerra de Ucrania se cruzan dos conflictos: por un lado la competencia imperialista entre Estados Unidos y Rusia, y por otro la agresión del imperialismo ruso a una Ucrania débil y oprimida. Pero lo cierto es que cada día resulta más difícil negar que este choque armado es en realidad una guerra por poderes entre Estados Unidos (y sus “socios” de la OTAN) y la Federación Rusa, como reconocen muchos analistas y también representantes de las dos potencias y de la misma Ucrania. Es un único enfrentamiento en que Kiev representa los intereses de la Alianza Atlántica poniendo los muertos y su propio territorio como campo de batalla. Primero, porque como él mismo expone, “Estados Unidos sentó las bases para la crisis actual”, refiriéndose a la expansión de la Alianza Atlántica hacia el este. Un proceso que, en absoluto, puede considerarse casual, sino producto de una estrategia esbozada en la doctrina Wolfowitz (1992) y concretada en el informe de la Corporación Rand de 2019. Y segundo, porque la creciente implicación de la OTAN (que comenzó años antes de la invasión) la ha convertido de facto en parte beligerante. Y también es cierto que el pueblo ucraniano está oprimido. Pero cabe preguntarse cuánto de esa opresión está siendo ejercida por las élites políticas y económicas ucranianas. En 2020 Ucrania era el país de Europa con más población en el exterior (algo más de 6 millones, el 14,82% de sus habitantes) y casi el 55% residía curiosamente en Rusia.

En una línea argumental parecida se manifestó (Nueva Sociedad, julio de 2022) el socialista ruso Ilya Matveev, quien también da por sentada la mentalidad imperialista de los dirigentes moscovitas. Advierte con razón que el conflicto había comenzado en 2014, con la anexión de Crimea y el apoyo del Kremlin a los separatistas del Dombás. Añade que el propósito de Putin es apropiarse de toda Ucrania, algo muy alejado de su objetivo principal, reconocido además por casi todos los análisis y expuesto claramente en el malogrado acuerdo de paz de marzo de 2022: la neutralidad ucraniana. También propone a la izquierda occidental pensar en una nueva arquitectura de paz y seguridad para Europa. Quizás se refiere a la iniciativa del Kremlin de 2009 con el objeto fortalecer la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE, con 57 Estados miembros de América del Norte, Europa y Asia) integrando a Moscú en pie de igualdad en esa nueva arquitectura, y que Washington rechazó de plano dando un protagonismo absoluto a la OTAN. Por último, Matveev augura un incremento dramático del desempleo en Rusia como consecuencia de las sanciones occidentales. Sin embargo, organismos como el Banco Mundial o la OIT han admitido que en 2023 el desempleo ruso ha sido el más bajo de Europa.

En enero de 2024 el historiador ruso Ilyá Budraitskis publicó en Viento Sur un artículo en que también señala el imperialismo del Kremlin como el principal causante de la guerra de Ucrania. A lo largo del texto va desgranando los rasgos neofascistas del mandato de Putin, basado en la homofobia, el racismo, una visión tradicional de la familia, el papel relevante de la religión, un pujante nacionalismo étnico ruso y una indiscutible represión interna. Todo eso es cierto: escuchar las ideas de Putin sobre la función social de la familia y de la religión es como asistir a un discurso del general Franco durante los años 40 del siglo pasado. Y, desde luego, esas características constituyen un trampolín idóneo para impulsar el imperialismo. Por eso asegura que la élite social y política rusa persigue conducir el conflicto hasta el final, que para Budraitskis es la ocupación de Ucrania hasta el río Dnipró y convertir el resto del país en un Estado títere subordinado a Moscú. El problema es que también omite del todo el tratado de paz firmado por ucranianos y rusos en marzo de 2022, apenas transcurrido un mes desde el comienzo de la “operación militar especial”. Al margen de las causas que lo motivaron, la existencia de ese acuerdo fracasado impugna la supuesta pretensión inicial rusa de anexionar una porción sustancial de Ucrania, ni tan siquiera el Dombás: el referéndum de su integración en la Federación Rusa se celebró seis meses después. Y finaliza haciendo igualmente un llamamiento a la izquierda internacional para solidarizarse con la resistencia ucraniana (sin mencionar el generoso apoyo de la OTAN que la hace posible), a oponerse al imperialismo de Putin, y a confrontar el imperialismo occidental, en la única mención que realiza del mismo en todo su artículo.

Federación Rusa. Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Mapa_sujetos_federales_de_Rusia.svg

En febrero de 2024 Sin Permiso publicó un texto de Michel Pröbsting, un conocido militante marxista austriaco, reivindicando la naturaleza imperialista de la Rusia actual y de su invasión de Ucrania. Pröbsting defiende esa tesis abordando un análisis crítico de un trabajo de Claudio Katz (un economista argentino) publicado por A terra é redonda en mayo de 2022. Comienza admitiendo que el debate en la izquierda sobre el supuesto imperialismo ruso y chino fue sustancialmente teórico y de escaso interés hasta el comienzo de la “operación militar especial”, que lo ha convertido en algo fundamental para las estrategias políticas socialistas. Por eso critica la propuesta de Katz sobre considerar a Rusia un “imperio no hegemónico en ciernes”.

Primero discute el concepto de “orden mundial unipolar”, señalando que la pugna entre potencias es constante e inherente al desarrollo capitalista, si bien acepta que la Guerra Fría minimizó el enfrentamiento entre los diversos imperios (francés, británico, estadounidense…). Sin embargo, no toma en consideración que una característica fundamental de ese periodo fue la desaparición (al menos formal) de los imperios coloniales europeos. Y asimismo elude que la OTAN, creada en 1949, no fue únicamente un instrumento de confrontación con la Unión Soviética sino también de sometimiento de Europa occidental a los Estados Unidos. Añade que la rivalidad entre grandes potencias se hizo patente a partir de 1991 con el ascenso chino y ruso como potencias imperialistas. Pero lo cierto es que Rusia sufrió una profunda crisis económica durante todos los años 90 debido a su transición salvaje al capitalismo y que China no despuntó definitivamente como gran potencia hasta los primeros años del siglo XXI. De hecho, presenta varias estadísticas macroeconómicas en las que China ocupa el primer puesto, pero todas son posteriores a 2018 y Rusia ni aparece en ellas. Así que al menos durante todos los años 90 y parte de los primeros 2000 sí existió un orden mundial unipolar, y la invasión de Afganistán (2001) e Irak (2003) constituyen una prueba poco discutible.

En segundo lugar, Pröbsting niega el concepto de “imperio no hegemónico en ciernes”, empleado por Katz para definir a la Federación Rusa, alegando su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y su enorme poder militar. Además sostiene con razón que no es necesario detentar la hegemonía para ser imperialista. Pero Katz expuso en 2022 que Rusia y China presentan formas imperiales embrionarias y que la invasión de Ucrania otorga a Moscú las características generales de un agresor imperial.

Y en tercer lugar Pröbsting rechaza la tesis de Katz sobre Rusia como un “país semiperiférico acosado por la OTAN”. Y se pregunta si Moscú estaría igualmente acosando a Estados Unidos a través de su amistad con Cuba y Venezuela, cuando en realidad Venezuela y Cuba son víctimas indiscutibles del hostigamiento estadounidense, y en el caso cubano contra la voluntad manifiesta de prácticamente todas las naciones representadas en la ONU. También niega que el acoso contra Rusia sea histórico, pero la historia cuenta algo muy diferente: comenzó en 1917 y continuó durante toda la Guerra Fría (como el mismo Pröbsting reconoce) con la única excepción, quizás, de la Segunda Guerra Mundial. Y finalmente olvida la expansión de la OTAN hacia el este (contra las tan reiteradas como falaces promesas a Gorbachov y el parecer de unos cuantos diplomáticos estadounidenses) y el señalamiento de Pekín y Moscú como las principales amenazas para Occidente en sus cumbres de 2021 y 2022. Frente a esto Katz recuerda que Putin mantuvo “grandes expectativas” en sus relaciones con Washington durante su primer mandato. Tan grandes que planteó la adhesión rusa a la OTAN en los primeros 2000 (como antes habían hecho Gorbachov y Yeltsin) y llegó a colaborar en la invasión de Afganistán proporcionando apoyo logístico a las fuerzas estadounidenses.

Nuestro análisis evidencia que la invasión de Ucrania y que la prolongación de la guerra hasta la actualidad no se puede comprender con rigor sin tener en cuenta los dos aspectos principales del problema: las características internas del régimen ruso y la dinámica geopolítica global. Cualquier explicación que ignore alguno de los dos factores será siempre muy insuficiente y, por tanto, falaz.

La presión sistemática de Occidente contra Rusia en el último cuarto de siglo es del todo innegable, y por la misma razón que Pröbsting señala para la anterior confrontación con la URSS: su enorme potencial económico. En ese proceso histórico Ucrania se ha convertido en el peón desechable, enmascarando su papel con apelaciones a la soberanía y la voluntad del pueblo ucraniano (en torno a su alineamiento con Occidente y su integración en la OTAN), igualmente presentes en varios de los artículos aquí analizados. No obstante, según diversas encuestas, entre 2005 y 2013 el apoyo popular al ingreso de Kiev en la Alianza Atlántica fue siempre bastante bajo. Y, a partir de 2014, tras la anexión de Crimea y el inicio de la guerra civil, aumentó notablemente hasta un 50% y un 69%. Pero esos dos acontecimientos fueron una consecuencia directa del Euromaidán, que para muchos analistas y diplomáticos no fue más que un golpe de estado propiciado por Washington: la presencia de Victoria Nuland repartiendo bocadillos entre los manifestantes (que nunca fueron tantos para acreditar una voluntad mayoritaria de la ciudadanía) es seguramente la expresión más plástica de esa intervención. Esa intromisión ha sido muy perceptible en la continuación del conflicto más allá de marzo de 2022. El acuerdo de paz alcanzado y rubricado por ambas partes en Turquía en esas fechas fue rechazado por los representantes occidentales. Así lo han confirmado públicamente Naftalí Bennet (primer ministro israelí en aquel entonces y mediador en las conversaciones) y David Arakhamia, quien formó parte de la delegación ucraniana desplazada a Estambul. Ninguno de los dos puede considerarse “prorruso”.

Pero también es cierto que el ultranacionalismo de Vladimir Putin y su partido (Rusia Unida) ha sido igualmente fundamental en la decisión final de invadir Ucrania. El problema es que casi todos las fuerzas políticas representadas en la Duma la respaldaron, evidenciando que el nacionalismo ruso es bastante vigoroso. Igualmente obvio es que hay un solo paso del nacionalismo al imperialismo, si bien no son exactamente los mismo. De hecho, la Federación Rusa no es en absoluto un competidor global de Estados Unidos, como demuestran los datos macroeconómicos expuestos por Pröbsting y también su limitada proyección geopolítica. El Kremlin solamente sigue empeñado en asegurar un entorno no hostil entre los Estados del Cáucaso y Asia central que lograron su independencia con la descomposición de la URSS. Y eso quizás pueda calificarse como una política imperialista. Aunque lo es bastante menos que emplazar misiles con ojivas nucleares a 500 kilómetros de Moscú, lo que sin duda sucedería con el ingreso de Ucrania en la OTAN. Impedirlo ha sido y sigue siendo el objetivo político irrenunciable de la “operación militar especial”. Y debilitar a Rusia es el fin primordial de Washington con esta guerra, como han declarado repetidamente muchos de sus representantes. Y ése es un reto muy difícil de eludir para el Kremlin.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História entre 2005 y 2018)