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URGENTE: La patología del Partido Popular 27 noviembre, 2023

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Es bien sabido que la historia del Partido Popular está anegada de fango. Pero la última campaña electoral y las sesiones de investidura, primero de Feijóo y después de Sánchez, han revelado que los dirigentes del PP padecen un trastorno psicológico que desgraciadamente han contagiado a muchos de sus votantes y simpatizantes. Es posible que ni tan siquiera sea una patología pero sus efectos están siendo devastadores social y políticamente. Se llama proyección negativa, un mecanismo psicológico defensivo por el que un individuo achaca a otras personas sus propios defectos y problemas.

Durante los últimos meses Feijóo y otros dirigentes del PP han lanzado un sinfín de acusaciones profundamente insultantes contra Pedro Sánchez en particular y el PSOE en general (las ofensas contra Podemos y ahora también Sumar ya son de otra galaxia). Es imposible analizar todas esas imputaciones, pero es suficiente centrarse en las más graves vertidas a propósito de la ley de amnistía acordada con ERC y Junts, y que todavía no se ha aprobado en el Congreso.

Por una parte, los cabecillas populares continúan tildando de inconstitucional dicha ley. Pero ellos llevan ya casi 5 años incumpliendo su deber constitucional saboteando cualquier iniciativa para la obligada renovación del Consejo General del Poder Judicial. Las razones son tan obvias como públicamente conocidas. Es el órgano responsable nombrar a los jueces que, en el caso del Tribunal Supremo, deben juzgar los casos de corrupción de los políticos aforados. El propio Ignacio Cosidó lo resumió como nadie en un mensaje al grupo popular del Senado en 2018. Con los nuevos nombramientos en el CGPJ, el PP podía controlar la Sala Segunda del Supremo, la que juzga en exclusiva los casos de corrupción (por citar sólo dos ejemplos, M. Rajoy y María Dolores de Cospedal pueden dar fe de la benevolencia de esos magistrados) y la Sala 61, responsable de ilegalizar organizaciones políticas. Su partido está en muchas instituciones públicas, pero hace tiempo que se situó fuera de la Constitución. ¿Temían la ilegalización del PP como Herri Batasuna en 2003?

Es muy posible, porque, por otro lado, la sentencia firme del primer sumario de la trama Gürtel señala al PP como un entramado criminal, el único partido así calificado judicialmente desde 1978. Por eso resulta paradójico que acusen a Sánchez de corrupto. El PP es el que, con diferencia, suma más casos exclusivos de corrupción, con un coste que supera los 48.000 millones de euros, de los que más de 45.000 millones se concentran en la Comunidad de Madrid. Y aún queda una larga lista de espera, a la que se siguen agregando casos.

Si la acusación de corrupto contra Sánchez resulta paradójica, atribuirle la voluntad de destruir la democracia, de pretender convertirse en un dictador, es directamente grotesco. Y es que la corrupción política es una de las armas más poderosas para laminar la democracia, y una necesidad de las oligarquías neoliberales que el PP representa. De ahí que sus dirigentes la empuñen con tanta destreza y amplitud. La imputación de “dictador” es todavía más sonrojante proviniendo de un partido que se ha opuesto sistemáticamente a la recuperación de la memoria democrática en España y a la condena explícita y solemne del franquismo. Votó en contra de la Ley de Memoria Histórica de 2006 y, cuando M. Rajoy llegó a la presidencia en 2011, no la derogó pero la dejó sin efecto excluyéndola de los Presupuestos Generales del Estado. Y también votó en contra de la actual Ley de Memoria Democrática, promulgada el año pasado. Aunque la utilización ilegal del aparato del Estado para ocultar sus delitos y perseguir a distintos adversarios políticos desde (aunque no sólo) el Ministerio del Interior cuenta entre sus ataques más graves a la Constitución y al Estado de Derecho.

La mentira es una forma más de corrupción. Pese a ello los representantes del PP también han acusado a Sánchez de mentiroso en uno de sus mayores alardes de proyección negativa. Bastaría con recordar el tropel de embustes que lanzó el mismo Feijóo en el único debate preelectoral en que intervino. Menos jocoso y más grave es que el Tribunal Supremo confirmó en 2020 que M. Rajoy había mentido en el juicio sobre la caja B del partido y los sobresueldos. Pero todo eso queda casi en peccata minuta comparado con las dos despreciables falacias de Aznar hace ya casi 20 años. La primera cuando, siguiendo la voz de su amo, en 2003 mintió a sabiendas a todos los españoles asegurando que Irak poseía armas de destrucción masiva. Y un año más tarde volvió a hacerlo cuando aseguró que los atentados del 11-M habían sido obra de ETA, y no de Al Qaeda. Sólo que en esa ocasión quiso engañar a la ONU, a los socios de la UE y de la OTAN, y a la ciudadanía.

Pero todas esas mentiras también constituyen una forma, o el primer peldaño, de la traición, otro de los pecados que el PP atribuye a Sánchez. Feijóo, M. Rajoy y Aznar no sólo traicionaron la realidad de los hechos, sino a todos los españoles, a los jueces y a varias organizaciones internacionales. Aunque Aznar en concreto ya había hecho su primer ensayo en 1997. Ese año integró el Estado español en la estructura militar de la OTAN contra la voluntad de la ciudadanía expresada en referéndum 11 años antes. En aquella ocasión una mayoría no muy holgada aceptó la permanencia en la Alianza Atlántica con la condición de excluir las fuerzas armadas de su estructura militar. La historia posterior (con la participación española en los bombardeos sobre Serbia de 1999, en la invasión del Irak en 2003, o en la flota que ahora mismo apoya a Israel en su genocidio en Gaza) y la que está por venir han revelado y revelarán la trascendencia de su decisión, de aquella felonía.

Años después de los atentados del 11-M, Aznar seguía sosteniendo que su propósito había sido cambiar el curso político del país y que sus autores intelectuales todavía no habían sido juzgados. Se parapetaba así en la teoría conspiratoria según la cual el PSOE, vencedor de las elecciones celebradas 3 días después, de alguna forma se encontraba detrás de aquella masacre. En un flagrante acto de cobardía, de la que ahora acusan a Sánchez, Aznar y el PP rechazaron su propia responsabilidad en aquellos atentados y en su posterior derrota electoral. La misma cobardía que exhibió M. Rajoy cuando rehusó en 2016 presentarse a su investidura después de ser propuesto por Felipe VI (porque no contaba con suficientes apoyos parlamentarios), y en 2018 cuando abandonó la sesión de la moción de censura que lo apeó de la presidencia a causa de la corrupción en su partido. Parece que a los dirigentes del PP suelen faltarles agallas para asumir las consecuencias políticas y electorales de sus decisiones y acciones. A Feijóo le han faltado para bastante menos: declinó participar en un debate con otros 4 participantes porque “le dolía la espalda”.

Lo cierto es que la amnistía del proceso soberanista catalán va a restaurar España, como ha empezado a conseguir el diálogo abierto en la última legislatura. Y eso está muy lejos de la imputación quizás más grave que el PP ha arrojado contra Sánchez: quiere romper España. Una vez más, los dirigentes populares rehuyen de su indiscutible responsabilidad en el auge del independentismo catalán. De paso también soslayan que el mayor proceso reciente de destrucción de España lo perpetró el gobierno de M. Rajoy a partir de 2011 con su gestión de la crisis iniciada en 2008, y que se tradujo en centenares de miles de desahucios, en unas tasa de desempleo y de trabajo precario insoportables, y en un aumento inhumano de la pobreza y la desigualdad. En realidad, desde entonces lo que único que se ha roto ha sido el PP con la fundación de Vox en 2013, porque muchos de sus votantes y dirigentes provienen de las filas populares. Pero también se ha roto su imagen de partido de centro-derecha, de la que tanto se vanagloriaba. Su pugna con Vox y, al mismo tiempo, su asociación con la ultraderecha para gobernar municipios y comunidades autónomas ha difuminado las posibles fronteras entre ambas formaciones. El PP ya es también extrema derecha.

Y como tal se comporta. El mismo Feijóo ha proporcionado la última muestra, cuando ha calificado como “tic patológico” las risas de Sánchez en la tribuna del Congreso durante su sesión de investidura. Unas risas legítimas y más que justificadas porque son la mejor forma de desarmar la proyección negativa que está practicando el PP, situándolo ante el espejo de sus propias debilidades: Feijóo no es presidente del Gobierno porque no quiere.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História entre 2005 y 2018)

URGENTE: Amnistías e investiduras 24 octubre, 2023

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La primera condición impuesta por los partidos independentistas catalanes para apoyar una nueva investidura de Pedro Sánchez en el Congreso ha sido una amnistía general para todas las personas condenadas o actualmente imputadas por su participación en el proceso soberanista, y especialmente en el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. De llevarse a cabo, esa medida de gracia con un profundo sentido político no sólo favorecería a Carles Puigdemont sino a 1.432 ciudadanos y ciudadanas, desde altos cargos de la Generalitat hasta simples votantes, pasando por decenas de funcionarios públicos.

La reacción de la derecha política, judicial y mediática ha sido más que inmediata, rechazando frontalmente una amnistía que aún no se ha decretado por un Ejecutivo que todavía no existe y que podría no llegar a formarse. Pese a ello, fue uno de los temas centrales de las intervenciones de Núñez Feijóo en las sesiones de su propia (y fallida) investidura. Y, por supuesto, ha sido motivo suficiente para que el PP haya convocado sendas manifestaciones en Madrid y Barcelona, cuyo éxito de participación ha sido más que discutible, a pesar de las decenas de guaguas cargadas de manifestantes procedentes de otros lugares del país.

Lo que es del todo innegable es la grave responsabilidad directa del Partido Popular en el desarrollo del mismo proceso soberanista por su beligerancia permanente contra el desarrollo autonómico de Cataluña. Esa hostilidad se manifestó con claridad contra la reforma del estatuto autonómico de 2006. Fue aprobada por abrumadora mayoría en el Parlament y en el Congreso de los Diputados, y refrendada masivamente en un consulta popular celebrada en Cataluña. Pero el PP de M. Rajoy enseguida presentó un recurso de inconstitucionalidad que prosperó finalmente. En 2010 el Tribunal Constitucional eliminó o modificó unos cuantos artículos, cercenando algunos contenidos esenciales para la Generalitat.

Sobre aquella decisión del TC pesan dos críticas bastante fundamentadas. Por una parte, los estatutos de comunidades como Andalucía o Aragón contienen artículos iguales o muy parecidos de los que anuló, que sin embargo el PP no ha denunciado. Por otra parte, no está precisamente clara la competencia del Constitucional para intervenir en un acuerdo político entre dos cámaras representativas de la soberanía popular, refrendado además por la ciudadanía.

El PP, desde su llegada al Gobierno en diciembre de 2011, decidió transitar la vía de la judicialización y persecución de las demandas autonómicas, renunciando al diálogo como el mejor instrumento para resolver los conflictos políticos. Después llegaron el referéndum de 2017, la inmediata suspensión de la autonomía catalana con el respaldo del PSOE, y las elecciones autonómicas anticipadas en diciembre de 2017. En esa convocatoria las fuerzas independentistas lograron 70 de los 135 escaños del Parlament. Con mucha razón se ha afirmado que el PP de M. Rajoy ha sido el mayor impulsor del soberanismo catalán. En 2010 los encuestados partidarios de la independencia suponían el 24,5%, pero en 2013 la cifra ya había crecido hasta el 48,5%. Y, aunque en 2017 descendió hasta el 37,3%, en las autonómicas de 2021 las fuerzas soberanistas consiguieron 74 diputados. En síntesis, la política represiva del PP no resolvió el problema, sino que lo agravó. Y es uno de los motivos fundamentales del fracaso de Feijóo en su investidura. Su actual rechazo a la amnistía junto a su alianza con Vox le aíslan todavía más del resto de partidos presentes en el Congreso.

El PP prefiere amnistiar a otro tipo de delincuentes. Una de las primeras decisiones de M. Rajoy tras las elecciones de noviembre de 2011 fue aprobar una amnistía fiscal en marzo de 2012. Benefició a los 31.500 grandes defraudadores que se acogieron a ella. Estrictamente no fue una amnistía, sino una “regularización”, como la denominó el Gobierno. Pero todos los medios y los demás partidos políticos la consideraron una amnistía en la práctica. Fue anulada por el TC en junio de 2017, pero sin efecto alguno sobre los delincuentes agraciados por ella.

La única amnistía general promulgada en España en los últimos 46 años fue la del 15 de octubre de 1977. Fue la primera medida del Congreso de los Diputados salido de las elecciones generales del 15 de junio de aquel año. Aquellos fueron unos comicios democráticos, pero en un Estado que todavía era una dictadura. Favoreció a algunos etarras con delitos de sangre que no habían sido indultados previamente, lo que provocó la abstención de Alianza Popular. Y también se beneficiaron centenares de personas condenadas por actividades consideradas delictivas por la dictadura que hoy están reconocidas como derechos y libertades fundamentales en la Constitución aprobada en 1978 por aquellas mismas Cortes: reunión, asociación, expresión, opinión, manifestación… Pero, sobre todo, amnistió a policías, militares, jueces y otros funcionarios del franquismo que persiguieron, detuvieron, torturaron, juzgaron y condenaron (a muerte en unos cuantos casos) a miles de persones que lucharon pacíficamente por la democracia.

No fue la primera medida de gracia de la Transición. Con motivo de la coronación (una investidura perpetua) de Juan Carlos I en noviembre de 1975, se decretó un indulto general que liberó a 12.000 presos comunes y políticos. Y el 30 de julio de 1976 se promulgó una amnistía parcial excluyente de distintos delitos, ampliada en mayo de 1977 para excarcelar algunos etarras. La ley de octubre de 1977 tampoco es el primer pilar que sostiene el actual régimen español. El primero fue el truculento Proyecto de Ley para la Reforma Política, refrendado por una consulta popular el 15 de diciembre de 1976. En ella las españolas y españoles no pudieron decidir si esa reforma conduciría a un régimen republicano o monárquico, porque las encuestas indicaban las preferencias republicanas de la mayoría, según reconoció el propio Adolfo Suárez años después. Y el tercero sería la Constitución de diciembre de 1978, que no se pronuncia sobre las amnistías, aunque sí lo hace la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que continúa vigente haciendo gala de su pulcritud constitucional.

Sobre la amnistía del 77, hay quienes niegan que se tratase de una ley de impunidad del franquismo por varios motivos. Había sido una aspiración histórica de los demócratas; fue aprobada por toda la oposición a la dictadura; y excarceló a centenares de presos políticos. Pero al menos es posible calificarla como asimétrica porque fue la primera y única medida de gracia de la Transición que perdonó igualmente a las víctimas y a los verdugos, considerando tan legítima la represión perpetrada por la dictadura como la actividad de la oposición democrática.

Pero, a los ojos del Derecho Internacional nacido de la Segunda Guerra Mundial, ninguna dictadura es legítima. Y los crímenes cometidos por el aparato del Estado franquista lo fueron contra la humanidad, que jamás prescriben. En consecuencia la ONU exige su derogación y ya ha amonestado a España en tres ocasiones por no hacerlo. Y también lo demandan Amnistía Internacional (que la considera una ley de impunidad) y Human Rights Watch.

Frente a esa ley de amnistía, a cuya simple reforma para juzgar los crímenes del franquismo se han opuesto el PP, el PSOE y Ciudadanos (a los que sin duda se sumaría Vox), ha emergido la posibilidad de profundizar en la resolución pacífica y política del conflicto catalán, exonerando a 1.432 personas que no tienen una sola gota de sangre en sus manos y que no ejercieron violencia alguna. Para el PP (como para Vox) esa posible amnistía supondría una cesión antipatriótica de Sánchez frente al chantaje independentista para permanecer en el poder. Y Feijóo lo ha manifestado tras haber mendigado votos y abstenciones aquí y allá (incluidos Junts y el propio PSOE) para lograr su investidura, y después de convertir a ETA en otro de sus temas estelares de campaña pese a los 12 años transcurridos desde que dejó las armas.

El PP y Vox no pueden ampliar sus bases electorales mucho más de lo que han conseguido el 23-J, a pesar de sus continuas mentiras y su incitación al odio contra las izquierdas. Su verdadero programa político es bien conocido: beneficiar a los más ricos, entre ellos muchos capitalistas extranjeros, y empobrecer cada vez más a la gran mayoría de los ciudadanos. Y el único arma que pueden emplear para ganar votos es la confrontación. La misma que hace 6 años hizo gritar a unos españoles “a por ellos” contra otros, según ellos mismos, españoles.

Frente a la estrategia reaccionaria, esta posible amnistía constituiría un nuevo paso en la resolución política de uno de los conflictos más graves del régimen del 78. Y, por ello mismo, se convertiría en un nuevo pilar de ese mismo régimen sobre el que cimentar mejor su carácter democrático, algo muy deseable teniendo en cuenta la endeblez democrática y de respeto al Derecho Internacional de la mayoría de sus hitos fundacionales.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História entre 2005 y 2018)

URGENTE: Lengua y poder. El problema del PP y Vox con las lenguas cooficiales de España 23 septiembre, 2023

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Las lenguas son esencialmente un medio de comunicación, el principal, entre los seres humanos, además del lenguaje no verbal. Por eso cada una de ellas constituye una forma singular de pensar y construir el mundo. Pero, como tal herramienta, son un producto histórico fraguado en unas relaciones sociales y políticas sustancialmente desiguales. Por ello son, al mismo tiempo e inseparablemente, un instrumento de poder, como muy bien reconocen los y las lingüistas.

La Lingua Latina no se extendió por la mitad de Europa (pariendo después las numerosas lenguas romances habladas hoy en ese continente) abriendo “institutos Virgilio”, sino bajo las caligae que calzaban los legionarios romanos. El castellano no es la lengua oficial de casi toda América al sur del Río Bravo (con la notable excepción de Brasil) por su elegancia, sino porque las armas de Castilla lo impusieron a sangre y fuego en todos esos territorios. Ni siquiera se expandió por una parte significativa de la península ibérica debido a su atractivo, sino que lo hizo sobre todo a golpe de conquistas militares.

Castilla nació en el siglo IX como un condado vasallo de la monarquía leonesa, que incluía a su vez los reinos medievales de Galicia, Asturias y León. Pero fue ampliando sus dominios peninsulares fagocitando definitivamente al reino leonés en el siglo XIII (si bien éste mantuvo sus propias instituciones y organización territorial durante toda la Edad Moderna), a sucesivas entidades musulmanas hasta la conquista de Granada en 1492, y al reino de Navarra en 1513. Así se extendió el castellano. Las lenguas configuran y cohesionan los reinos y viceversa: la primera regulación del castellano fue acometida por Alfonso X en la segunda mitad del siglo XIII.

Actualmente el castellano es la lengua materna de la mayoría de los españoles y españolas y es además la lengua oficial del Estado, precisamente por su condición histórica de herramienta del poder político. No obstante, algunas de sus características denotan su propia historia. El 73% de su léxico tiene su origen en el latín, pero un 17% proviene del árabe, revelando del poder que ese otro idioma tuvo en lo que hoy es España.

Pese a la posición hegemónica del castellano, durante toda la Edad Moderna y el siglo XIX pervivieron con mayor o menor fortaleza otras muchas lenguas, todas romances salvo el euskera, representadas en la ilustración que encabeza este texto. Y en el presente continúan vivas poniendo de relieve la enorme riqueza cultural que atesora el pueblo español a pesar del silencio que, de una forma u otra, les impuso el franquismo. Y tres de ellas (el gallego, el euskera, y el catalán) son reconocidas por la Constitución de 1978 como lenguas cooficiales en sus respectivas comunidades, donde, por cierto, están sufriendo un ataque frontal por los gobiernos autónomos del Partido Popular y Vox.

¿A quiénes puede ofender el uso de las lenguas cooficiales también en el Congreso de los Diputados? ¿A quiénes puede inquietar que una parte destacada de la riqueza cultural de España se manifieste libremente en el máximo órgano representativo de la soberanía popular? ¿A quiénes puede irritar que millones de españoles escuchen su lengua materna en el Congreso? ¿A quién puede atemorizar que otros muchos millones de ciudadanos y ciudadanas puedan empezar a apreciar también como suyas esas otras lenguas aunque no las hablen?

En primer lugar, a quienes piensan que el castellano posee en exclusiva el monopolio de la representación de “lo español”, negando una diversidad que muy a pesar suyo existe realmente. Son los mismos que menosprecian incluso las distintas hablas del castellano propias de, por ejemplo, Andalucía y Canarias. En segundo lugar, a quienes consideran partes inseparables de España a Cataluña, Euskadi y Galicia, pero rechazan que su principal creación y expresión cultural tenga cabida en las instituciones del Estado, en el principal órgano de poder político. En definitiva, a quienes viven en un pasado preconstitucional y predemocrático y quieren empujar a toda la ciudadanía a ese pasado en que ellos y sus progenitores (familiares y políticos) ejercían un poder totalitario y, de sus manos, también la lengua castellana.

Son los de Abascal, que abandonaron el hemiciclo del Congreso cuando un diputado del PSOE hizo su intervención en gallego. Y son igualmente los de Feijóo, que difícilmente perdonarán a uno de sus diputados, Borja Sémper, el inicio de su discurso en euskera (contra lo que él mismo había declarado un día antes): para Feijóo el Congreso se ha convertido en “un karaoke”. Y es curioso, porque ambos, Abascal y Feijóo, no destacan precisamente por su buen uso del castellano; y muchos de sus dirigentes estelares, tampoco.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História entre 2005 y 2018)

URGENTE: Gestas y hazañas del héroe nacional Francisco Franco Bahamonde 13 septiembre, 2023

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Francisco Franco es, sin lugar a dudas, el héroe nacional por excelencia de los dirigentes de Vox y seguramente de sus militantes y seguidores, por encima del mismo Cid. Durante más de 40 años, incluso antes del golpe fallido de 1936, su figura se fue adornando de virtudes que varias generaciones de españoles y españolas debieron conocer y que, para Santiago Abascal y los suyos, al parecer deben seguir aprendiendo los más jóvenes.

El heroísmo fue la primera cualidad de la que se hizo acreedor, fundamentalmente en la prolongada guerra colonial de Marruecos. Allí llegó en 1912, dos años después de graduarse en la Academia de Infantería de Toledo. En 1913 ganó su primera condecoración tras una pequeña victoria local. En 1914 ascendió a capitán por su valor en la batalla de Beni Salem. En 1916 recibió un balazo en el abdomen (su única herida de guerra respetable) asaltando el puesto de El Biutz. Poco tiempo después fue propuesto para ascender a comandante y para la Gran Cruz Laureada de San Fernando. Pero el esfuerzo de sus aduladores (que ya los tenía) resultó estéril porque las autoridades rechazaron ambas iniciativas, aunque Franco litigó por su ascenso, logrado finalmente en 1917. Y en 1921 volvió a demostrar su valentía en la defensa de Melilla tras el desastre de Annual.

Pero esas hazañas estuvieron bastante menos motivadas por su patriotismo que por su insaciable ambición personal, gestada durante su infancia y adolescencia, como ha retratado Paul Preston (Franco, “Caudillo de España”). Su padre fue (además de maltratador, jugador, mujeriego y masón) oficial de Intendencia de la Marina, un Cuerpo peor valorado social y profesionalmente que el Cuerpo General en la pequeña ciudad de Ferrol. Su padre quiso elevar el prestigio familiar matriculando a sus hijos varones en colegios privados dedicados enteramente a la preparación de sus alumnos para el ingreso en el Cuerpo General de la Marina. Nicolas Franco Bahamonde, su hermano mayor, superó las pruebas, pero él no. Desde ese momento su padre lo relegó a un segundo plano. Así que en 1907 el futuro dictador se presentó con más éxito a los exámenes de ingreso en la Academia de Infantería de Toledo, donde se graduó en 1910 como alférez del Ejército en el puesto 251 entre los 312 compañeros finalmente diplomados.

En aquellos años la monarquía borbónica española libraba una sangrienta guerra colonial en Marruecos que constituía, no obstante, una oportunidad de oro para conseguir rápidos ascensos por méritos de guerra, en vez de la lenta vía de la antigüedad y del puesto obtenido en la graduación. Y Franco la aprovechó. Tres años después de su ascenso a comandante ocupó el puesto de segundo jefe de la recién creada Legión. En 1923 logró el mando del nuevo cuerpo colonial junto al ascenso a teniente coronel. Y, tras su intervención en el desembarco de Alhucemas (septiembre de 1925), fue promocionado a general de brigada en 1926. Así, fue el primero de su promoción en conseguir ese grado y también destacar como el general más joven de Europa. Aunque ese ascenso le obligó a dejar el mando de la Legión, a esas alturas su fama ya era nacional. Pero eso no sació en absoluto su sed de poder personal. Ni tampoco lo hizo su nombramiento como director de la nueva Academia General Militar de Zaragoza en 1928.

La proclamación de la Segunda República, y particularmente el primer bienio, supuso un frenazo temporal en su carrera meteórica, sobre todo cuando en junio de 1931 Manuel Azaña decretó el cierre de la Academia de Zaragoza. Pero también reforzó el antirrepublicanismo de Franco, que había incubado mucho antes. De hecho, a partir de 1929 comenzó a distanciarse de su hermano Ramón (quién había alcanzado la fama en 1926 con su vuelo trasatlántico) porque sus declaradas simpatías republicanas podían dañar el prestigio del joven general. La formación de un gobierno conservador tras las elecciones de noviembre de 1933 cambió su suerte. Fue encargado de dirigir desde Madrid la represión de la Revolución de Asturias en octubre de 1934. Para ello empleó las tropas coloniales que conocía muy bien. Y, ante el estupor de algunos oficiales a sus órdenes, lo hizo con la brutalidad que había aprendido en Marruecos (allí, por ejemplo, había hecho fusilar a un legionario por haber lanzado un plato de comida a la cara de un oficial). Lerroux, además de condecorarlo, lo nombró jefe del Ejército de Marruecos en 1935 y poco después jefe del Estado Mayor. Pero todo ello tampoco colmó su ambición.

Franco empleó primordialmente la crueldad para aumentar y afianzar su poder, y fue una de las señas de identidad más destacadas del grupo de militares golpistas del 18 de julio de 1936. En los preparativos de la sublevación, Mola había insistido en que la acción ha de ser en extremo violenta. Los primeros en saberlo fueron los 16 generales y las decenas de oficiales, suboficiales y soldados asesinados durante los primeros días por mantenerse leales a la República. Entre ellos estuvo el comandante de la aviación militar Ricardo de la Puente Bahamonde, primo y mejor amigo de la infancia de Franco, ejecutado con su autorización. Después lo sabrían los vecinos de Sevilla (a partir del 19 de julio), los de Badajoz (en agosto) o los de Málaga (en febrero de 1937), por citar sólo tres ejemplos, aniquilados por millares. Las atrocidades continuaron durante toda la guerra civil y durante muchos años más. De ellas son testigos más de 100.000 españoles y españolas que aún yacen en fosas comunes repartidas por todo el país. Y todas esas víctimas, militares y civiles, no hicieron de Franco un héroe, sino un asesino y un traidor a sus propios camaradas de armas y al pueblo español.

Su capacidad para maniobrar siempre en beneficio propio fue otro de sus instrumentos, y a la vez manifestación, de su avidez de poder. En el seno de las fuerzas antidemocráticas, a partir de 1931 evitó sistemáticamente implicarse en conspiraciones que, a su juicio, estaban mal preparadas. Franco rechazó varias veces unirse al fallido golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932, pero no informó a las autoridades sobre sus preparativos. Y poco tiempo después rehusó la defensa judicial de Sanjurjo, quién desde la cárcel llegaría a asegurar: Franquito es un cuquito que va a lo suyito. El mismo día de la victoria del Frente Popular (16 de febrero de 1936) intentó repetidamente que el ministro de la Guerra declarase la ley marcial. Quizás por eso, cinco días después el nuevo gobierno lo “desterró” a la Capitanía General de Canarias, enemistándolo definitivamente con la República. No obstante, todavía a finales de junio seguía practicando una calculada ambigüedad entre los propios conspiradores, que lo consideraban esencial (junto a sus tropas coloniales) para el éxito del golpe.

Además fue eliminando obstáculos y reuniendo voluntades para aumentar su poder personal entre los golpistas. “Tuvo la suerte” de que los dos generales sublevados jerárquicamente superiores a él fallecieran en sendos accidentes aéreos sobre los que pesan algunas sospechas de sabotaje: Sanjurjo el 20 de julio de 1936 y Mola el 3 de junio de 1937. Mantuvo fuera de España a Juan de Borbón, legítimo heredero al trono, pese a sus reiteradas peticiones para incorporarse al bando de los sublevados. Obstaculizó hasta hacerlos inviables varios intentos de liberar a José Antonio Primo de Rivera (un serio competidor que consideraba a Franco un pretencioso preocupado por sí mismo) finalmente fusilado por las autoridades republicanas en 20 de noviembre de 1936. Semanas antes logró su nombramiento como Generalísimo de los Ejércitos y como jefe del Gobierno mientras durase la guerra, si bien algunos de sus compañeros tuvieron muy claro que jamás dejaría el poder. Con esas atribuciones, seis meses después decretó la unificación de Falange y los carlistas (cuyas diferencias habían empezado a ventilarse con las armas) poniéndose al frente del nuevo partido único de la España franquista, no sin antes encarcelar a Manuel Hedilla, sucesor natural de José Antonio al frente de Falange.

Otro de los factores que impulsaron su concentración de poder fue el éxito de las tropas coloniales a su mando en la primera fase de la guerra. Un logro imposible sin la generosa colaboración de la Italia fascista y la Alemania nazi. Pese a que los monárquicos habían empezado a conspirar contra la República desde el mismo año 1931 recabando el apoyo sobre todo de Mussolini, Franco consiguió muy pronto erigirse en representante y “director” de los sublevados ante las autoridades italianas y alemanas. Y ello le permitió convertirse en el receptor y canalizador de toda la ayuda material extranjera.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial cinco meses después de concluida la guerra civil, Franco declaró la neutralidad de España, aunque no regateó algunas facilidades a las potencias del Eje, intentando al mismo tiempo no contrariar demasiado a Londres. Pero en junio de 1940 las tropas alemanas ya habían derrotado a Francia y avanzaban victoriosas en el norte de África. Así que Franco vio una oportunidad para sacar tajada en el Magreb a costa de las colonias francesas (llegó a ocupar la zona internacional de Tánger) declarando la no beligerancia española el 12 de junio, el paso previo a la beligerancia. El régimen franquista exhibió así oficialmente sus simpatías por Berlín y Roma, redoblando la colaboración económica y militar con el Eje. Más tarde aumentó sensiblemente su implicación en el conflicto creando la División Azul el 24 de junio de 1941, dos días después del comienzo de la invasión nazi de la Unión Soviética. Fue ése un cuerpo expedicionario de unos 45.000 hombres destinado a “combatir el comunismo” en el frente oriental. Por una parte, respondía a las demandas alemanas de una mayor participación en el conflicto. Y, por otra, evitaba irritar a los británicos, contra los que la División Azul nunca combatiría. Los desembarcos aliados en Marruecos y Argelia, la evolución claramente desfavorable de la batalla de Stalingrado para Alemania, y la presión de Londres y Washington convencieron a Franco para volver a la neutralidad en noviembre de 1942. No obstante, mantuvo la División Azul combatiendo hasta octubre de 1943 y siguió vendiendo wolframio a Berlín mientras concedía algunas facilidades logísticas a los aliados occidentales.

Su vuelta final a la neutralidad no evitó la condena de la ONU contra el régimen franquista al terminar la Segunda Guerra Mundial, decretando su aislamiento internacional por su afinidad con las potencias del Eje desde el mismo comienzo de la guerra civil. Pero, con el inicio de la Guerra Fría, su anticomunismo militante le valió el respaldo de Washington en 1953. Los defensores del franquismo han ensalzado la figura del dictador como un gran estadista que supo mantener a España al margen de la Segunda Guerra Mundial, paradójicamente tras haberla devastado entre 1936 y 1939. Pero toda su ambigüedad, sus mentiras y sus manipulaciones fueron exclusivamente en beneficio propio, y no del país. Por una parte hizo de España un aliado de tercera categoría de Washington durante toda la dictadura, y dos acontecimientos, entre muchos, sirven de evidencia. A partir de 1953 obtuvo menos ayuda estadounidense de la que habían recibido los mismos derrotados (Alemania e Italia). Y, cuando el 6 de noviembre de 1975 Marruecos inició su Marcha Verde para invadir el Sáhara Occidental, lo hizo con el apoyo explícito de Washington. Por otra parte, marginó a España del proceso de construcción europea, iniciado en 1950 con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Definitivamente consiguió todo lo contrario a lo que prometía su retórica imperial para España.

Una tercera cualidad que suele adornar el mito de Franco es la de gran estratega militar. Fue una idea aparentemente avalada por el general Maginot tras su visita a la Academia General Militar de Zaragoza en octubre de 1930. El ministro de la Guerra francés en aquel entonces declaró que la institución (cuyo plan de estudios y cuerpo docente fueron obra personal de Franco) era la más moderna que había conocido. Cuando las tropas alemanas invadieron Francia diez años después sin que la línea Maginot (un enorme sistema fortificado diseñado por él mismo) lo impidiera, demostraron la obsolescencia de sus ideas sobre la guerra y, en consecuencia, su error de apreciación sobre el carácter innovador de la academia zaragozana. En realidad, antes de los halagos de Maginot, Ramón Franco había calificado de “troglodítica” la formación recibida por los cadetes, impartida por oficiales africanistas en su mayoría procedentes de la Legión.

De hecho, durante los primeros meses de la guerra civil, Franco hizo lo único que sabía hacer: una campaña colonial. Sus tropas consiguieron rápidas victorias mientras se enfrentaron a grupos de milicianos mal armados y sin instrucción militar. Pero en las afueras de Madrid, defendida por combatientes mejor preparados y armados con el recién llegado material soviético, se puso de manifiesto que el pensamiento estratégico de Franco se encontraba estancado en la Gran Guerra, como el de Maginot. Mientras duró la contienda, los asesores alemanes e italianos manifestaron en varias ocasiones que Franco y su Estado Mayor eran incapaces de dirigir operaciones propias de una guerra a gran escala: su educación y su experiencia militar se lo impedían. Aquellos asesores estaban convencidos de que Madrid podría haber caído mucho antes de 1939, y con ella muy probablemente la República. Casi podría decirse que Franco ganó la guerra a pesar de sus decisiones estratégicas. Pero puede afirmarse con rotundidad que esa victoria habría sido imposible sin el continuo soporte italiano y alemán y sin la pasividad de las democracias liberales, que negaron su ayuda a la República mientras permitían la intervención abierta de las potencias fascistas.

Por último, durante 40 años millones de españoles y españolas no dejaron de escuchar sentidas alabanzas a la integridad, honestidad y austeridad de Francisco Franco. Pero no es eso precisamente lo que el profesor Ángel Viñas ha destapado con su labor de investigación (La otra cara del Caudillo). En agosto de 1940 Franco ya había acumulado una fortuna personal equivalente a 388 millones de los actuales euros, como resultado de la apropiación de muchas donaciones para la causa de los golpistas, incluyendo 600 toneladas de café que el dictador brasileño Getúlio Vargas había regalado al pueblo español. Franco aprovechó la guerra que él mismo había desatado para enriquecerse a un nivel estratosférico comparado con los casos más sonados de corrupción en la España actual. Pero tampoco fue el único en hacerlo. Las autoridades británicas sobornaron a los generales más cercanos a Franco para evitar la entrada de España en la guerra junto a las potencias del Eje. En 1940 esos sobornos ascendieron a 170 millones de euros de hoy en día, y sólo en 1942 aquellos generales recibieron entre 3 y 5 millones de dólares de la época. Franco continuó enriqueciéndose durante toda la dictadura, acumulando un patrimonio que sus descendientes han continuado disfrutando. Aunque, como todo en él, su descendencia también puede ser un fraude. En 2021 se supo que Carmen Franco Polo no fue hija suya (ni de su esposa), sino de su hermano Ramón y una prostituta.

Por su propia naturaleza una dictadura es la forma de gobierno más corrupta y corruptora. Durante cuatro décadas Franco y los suyos pervirtieron todo, incluso su propia historia y la de España. Pero también envilecieron las mentes de millones de españoles. Una labor a la que se están dedicando igualmente los dirigentes de Vox. Y su pretensión de que los niños y jóvenes conozcan “las gestas y hazañas de los héroes nacionales” no es más que otra forma de conseguirlo.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História entre 2005 y 2018)

URGENTE: Otro análisis de los resultados del 23-J 8 agosto, 2023

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Los resultados de las pasadas elecciones generales han deparado más de una sorpresa. Se ha registrado un ascenso relativo del bipartidismo, que ya se creía muerto y enterrado, resucitando así (aunque tímidamente) la idea de una gran coalición (entre el PP y el PSOE, se entiende). Pero esa propuesta resulta prácticamente imposible debido a la polarización extrema que ha creado el PP deslegitimando al Gobierno ahora en funciones desde su misma formación a comienzos de 2020. También se ha producido una espectacular caída de VOX, que ha perdido 19 diputados. Y tampoco el PP ha conseguido el resultado que esperaba, lo que le impide por muy pocos escaños alcanzar una mayoría absoluta en coalición con los fascistas ultraliberales de Abascal. Asimismo el PSOE ha protagonizado un acto de resistencia numantina superando las expectativas creadas por prácticamente todos los sondeos preelectorales. Pese a ser el segundo partido más votado atesora más posibilidades de conseguir suficiente apoyo parlamentario para gobernar que el PP, aunque la diversidad de fuerzas con representación parlamentaria lo hace muy difícil, amenazando con un nuevo ciclo de inestabilidad política como el sufrido entre 2015 y 2019, cuando se celebraron 4 elecciones generales. Y, por último, se ha observado una falla generalizada de las encuestas publicadas, nada menos que 105 entre el 1 y el 17 de julio, un promedio de 6 diarias. Los motivos de tanto desacierto pueden ser diversos, empezando por las propias características de los sondeos. Pero todo apunta a que en esta ocasión no perseguían tanto aproximarse al estado de opinión de la ciudadanía como influir en ella para obtener los resultados deseados mediante el efecto del caballo ganador. Y en eso también erraron, lo que redunda en el descrédito de las agencias demoscópicas, como quisieron hacer el PP y VOX con el CIS, cuyos análisis se hallaron precisamente entre los más certeros.

Todas esas sorpresas han sido repetidas muchas veces en las decenas, si no centenares, de análisis que hemos podido leer y escuchar desde la misma noche del 23 de julio. No obstante, la mayoría de ellos ha pasado de puntillas sobre un asunto fundamental, el de la participación. Se han centrado en celebrar el aumento de 4 puntos respecto de la convocatoria de diciembre de 2019. Pero apenas se han ocupado en constatar que la abstención pasiva ha sido en cualquier caso bastante alta. El 29,6% de las electoras y electores no votó, casi 10 millones y medio de personas con derecho a sufragio. El campo de estudio del comportamiento electoral desaconseja interpretarla porque las razones que la provocan pueden ser y son muy diversas. Pero, por muy naturalizada que esté la abstención pasiva, podemos afirmar que la trascendencia de esta convocatoria, el clima de polarización política, y la actividad propagandística de los partidos no consiguieron movilizar a casi 1 de cada 3 electores. Esto no resta un ápice de legitimidad a los resultados de cada opción política, pero permite relativizar su representatividad, especialmente cuando sus dirigentes y los medios de comunicación se refieren a la “voluntad popular”. Así, el PP obtuvo el apoyo sólo del 21,59% del censo electoral, el PSOE consiguió el 20,71%, VOX únicamente el 8,09% y SUMAR sólo el 8,04%: quedarse en casa fue “el partido más votado”.

Por supuesto, muchos comentarios también han intentado dilucidar los factores condicionantes de los resultados del 23-J. Se han señalado, entre otros, algunos más concretos como la reacción a las mentiras de determinados candidatos o el impacto de los debates televisados; y, entre los más abstractos, se han mencionado la difusión del odio, la incertidumbre generada por la crisis global que sufrimos, el temor a una regresión en los derechos y libertades, o la ilusión por un proyecto de futuro. Pero el nivel educativo de la población ni se ha citado, pese a que constituye un filtro básico en la percepción de los factores antes mencionados. La formación, además de condicionar el acceso al mercado de trabajo y la consiguiente inserción social de las personas, es la responsable de su capacidad para construir una visión de la realidad y su papel en ella. Y de hecho es una de las variables principales que emplean las Ciencias Sociales para establecer el nivel de desarrollo de los grupos humanos.

Tal omisión puede obedecer a distintas razones. Por un lado, un estudio riguroso de la incidencia del nivel de estudios en los resultados electorales exige un esfuerzo metodológico considerable, que implicaría el uso de técnicas de análisis estadístico avanzado y un importante volumen de datos. Pero, por otro lado, podría resultar políticamente “poco correcto”, entre otros motivos porque toda generalización es intrínsecamente injusta: no todas las personas con un bajo nivel formativo son incultas y no todas las que ostentan una titulación universitaria disfrutan de la lucidez que se les podría atribuir.

Pese a ambas objeciones, hemos abordado un sencillo análisis que en justicia puede considerarse “grosero” (metodológicamente y en lo relativo a la corrección política), cuyos resultados se resumen en la tabla que encabeza este texto. En primer lugar, hemos seleccionado las 5 comunidades autónomas que, según el INE, contaban en el segundo trimestre de 2023 con el porcentaje más alto de población analfabeta mayor de 16 años, y las 5 que presentaban una mayor proporción de titulados superiores. A la población analfabeta de las 5 primeras le hemos agregado los porcentajes de población con Primaria incompleta y Primaria completa, que en conjunto se corresponden con un bajo nivel formativo. Y a los titulados y tituladas superiores de las 5 segundas le hemos sumado los porcentajes de quienes habían superado el Bachillerato o la Formación Profesional de Grado Medio para conformar el grupo del nivel educativo medio y alto. En segundo lugar, hemos recabado los porcentajes de votos el 23-J de las 10 comunidades al bloque formado por el PP y VOX (su promesa estelar de derogar el sanchismo es merecedora del calificativo “reaccionario”) y al conjunto de partidos que permitieron la investidura de Pedro Sánchez en enero de 2020 votando afirmativamente o absteniéndose (como hicieron ERC y EH Bildu). Y, para complementar una visión general del problema, adicionalmente hemos registrado el porcentaje de titulados superiores de las 5 comunidades con más analfabetos y los analfabetos de las 5 comunidades con más personas mejor formadas.

En todos los casos los porcentajes de población sin alfabetizar del primer grupo de comunidades son superiores a los del segundo conjunto. Y la proporción de titulados y tituladas superiores del segundo grupo siempre es mayor que en las 5 primeras. Sin duda alguna las diferencias son en general bastante destacadas y pueden obedecer a distintos motivos. Por ejemplo, las economías basadas en el turismo (como las de Baleares y Canarias) suelen generar un mayor abandono escolar temprano debido al tirón que la actividad turística produce en el mercado de trabajo de la construcción y los servicios no especializados.

No obstante, lo más significativo es que existe una clara correspondencia entre el nivel de estudios alcanzado y la orientación del voto. Por supuesto existen otros factores y quizás más decisivos. No faltan ejemplos de países, como Finlandia e Israel, con muchos titulados superiores que han elegido gobiernos de extrema derecha. Pero el efecto es visible en 7 de las 10 comunidades autónomas estudiadas, con un excepción en el primer grupo (Canarias) y dos en el segundo (Cantabria y Madrid). Las comunidades con una población mejor formada votaron el pasado 23 de julio al bloque que, también justamente, podríamos denominar “de progreso” pese a sus notorias discrepancias ideológicas: PSOE, SUMAR, PNV, ERC y EH Bildu. Del otro lado, las comunidades que cuentan con una población peor formada han votado mayoritariamente al bloque reaccionario, y con más claridad. Es todo un signo de su grado de alienación, en el que los grandes medios de comunicación audiovisual están jugando un papel decisivo: la derecha reaccionaria va ganando la batalla cultural.

Por ello, el desmantelamiento de la enseñanza pública que el bloque reaccionario está perpetrando en las comunidades donde gobierna no persigue únicamente favorecer el negocio del sector privado y su poder de adoctrinamiento (mediante la falacia meritocrática entre otros productos ideológicos). Se propone más que nada limitar el acceso de las clases populares (la mayoría de la población) a los niveles de estudio medio y superior porque la ignorancia vota mayoritariamente a la derecha, aunque eso signifique frenar el desarrollo de las comunidades que dirigen. Y, por ello también, cualquier gobierno de progreso que pudiera salir de las pasadas elecciones debe apostar sin titubeos por una educación pública gratuita, universal y de calidad desde los 0 a los 22 años. Debe apostar decididamente por el desarrollo de España.

Domingo Marrero Urbín

(Colaborador de O Olho da História)